Un proceso de brujería en Vidángoz (1560)
Vidángoz, abril de 1560. En plena Semana Santa se produce un hurto de unas sábanas y unas toallas en casa de Remón Torrea, quien, sospechando de Graciana Belza, le acusa en la propia iglesia delante de todo el pueblo. Posteriormente, se formaliza una acusación que imputa a Graciana Belza, de 60 o 68 años (los datos reflejados al respecto en el proceso son algo confusos) y viuda (con todos los condicionantes que aquello tenía en aquella época), una serie de hurtos en Vidángoz y sus alrededores y una serie de muertes y de daños achacados a la hechicería y al conocimiento de las yerbas por la dicha Graciana. En el mismo proceso también se acusa, aunque solo en calidad de compinche de Graciana en los hurtos, a una joven “separada” (hay que ponerse en 1560 e imaginarse a una joven de 23 años y separada), María Lópiz, cuyas circunstancias son bastante diferentes a la hora de la defensa.
Recaen sobre Graciana un gran número de testimonios acusatorios, la mayoría sin ninguna prueba y muchos de ellos provenientes de parientes de la otra acusada, María Lópiz, a quien tratan de liberar de responsabilidad para reducir o evitar su posible condena. De nada sirven todos los intentos de la defensa alegando que no hay ninguna prueba y que los testimonios acusatorios son falsos. Tampoco valen de nada los testimonios de la defensa, alegando que Graciana ha sido mujer de buena vida, buena cristiana y demás. Uno de estos testimonios de la defensa, de hecho, da en lo que parece ser el origen de todo este montaje: una antigua enemistad entre Remón Torrea, que es quien desencadena el proceso, y la familia de Graciana Belza, a cuyo marido había intentado matar el dicho Remón hace algunos años y lo evitaron entre algunos convecinos, reyerta en la cual Remón clavo un puñal en la mano de Graciana.
El caso es que nada de esto vale y el proceso sigue adelante y el Consejo Real de Navarra (en cuya jurisdicción, y no en la de la Inquisición, recaía este asunto) decide que Graciana ha de pasar por “el tormento”. El tormento en cuestión no es otra cosa que una tortura en busca de una confesión. En el caso que nos ocupa, el instrumento de tortura fue el denominado “potro”, que iba estirando las extremidades del acusado hasta que se le iban dislocando. Graciana aguanta estoicamente la tortura manteniendo su inocencia. Sin más pruebas que los testimonios de la acusación y sin ni siquiera una declaración autoinculpatoria tras la tortura, el Tribunal dicta una sentencia demoledora: “Que las condenadas sean paseadas con un pregonero por las calles acostumbradas [de Pamplona] y reciban 100 azotes”. Eso para empezar. Para terminar, “5 años de destierro del Reino de Navarra”. Ni siquiera se le concede a Graciana la prórroga que solicita en la fecha para empezar a cumplir el destierro con objeto de poder sanar en su propia casa su brazo, roto durante el tormento.
Finalmente, empieza a cumplir destierro en Ansó, localidad cercana al valle de Roncal, pero perteneciente a Aragón. Nadie quería ayudar allí a una anciana viuda, inválida a consecuencia de la tortura y cuya fama, dada la cercanía del valle de Roncal, era conocida en Ansó. Por todo ello, la pobre Graciana debía andar malviviendo y pasando miseria y decide volver al valle de Roncal, quebrantando su destierro, si bien no vuelve a Vidángoz, donde sería fácilmente reconocida y, posiblemente, delatada. Se dirige a Uztárroz, donde residía algún hijo suyo (en el proceso se menciona a otro hijo que vive en Vidángoz, que es quien, durante el desarrollo del proceso, intenta organizar a los testigos de la defensa de su madre). A los pocos días, vuelve a ser detenida por el Almirante del valle de Roncal, que le vuelve a llevar ante el Consejo Real, y éste le aplica la pena correspondiente al quebrantamiento de su condena: 100 azotes y 10 años de destierro del Reino de Navarra. Por alguna razón, Graciana no salió al destierro y debió de cumplir condena en las Cárceles Reales de Pamplona, no sin pasar miseria (tuvieron que pedir al Tesorero Real que le alimentara “como se hace con los pobres miserables para que no muera de hambre”), y donde debió de morir en 1570, con 70 o 78 años, que, en aquella época sería como ser centenaria en la actualidad.